Pasear por las calles de Valencia supone quedar a merced de los miles de egoístas que no se conforman con afear las fachadas de las casas, empotrando en ellas los aparatos de aire acondicionado, sino que luego dejan que éstos rieguen a los viandantes. El ayuntamiento lo consiente. Como también permite que ciclistas infames pedaleen a toda velocidad por las aceras, siendo por cuenta de cada uno el saber apartarse a tiempo. Lo que sí prohíbe nuestro Consistorio es que los niños pedaleen por algunos parques, como si tuvieran tantos lugares para hacerlo.
Mucho antes de que la ministra Trujillo idease la solución habitacional, los concejales valencianos, que también discurren -e incluso nos tildan de torpes a quienes no estamos de acuerdo con que destrocen dos barrios para favorecer a un equipo de fútbol-, decidieron que las aceras y la calzada estuvieran al mismo nivel y optaron por los bolardos para separar ambas zonas. Muchos de esos bolardos ya han desparecido, porque los automovilistas se empeñan en aparcar sus vehículos. La acera al mismo nivel que la calzada supone una tentación muy grande. En algunas calles, hay además maceteros, de los que se supone que aparte de afear el entorno, sirven de refuerzo para disuadir a los conductores. El resultado es que los bolardos han desaparecido y los maceteros a menudo están arrimados a la pared, para dejar espacio a los coches. El viandante, en estos casos, no tiene otra alternativa que arriesgarse y transitar por la calzada. Y pensar en el dinero derrochado en los bolardos y los maceteros.
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